
Entre Riffs y Secretos
Bienvenidos a esta segunda parte de “Entre la fantasía y la realidad”, este espacio está destinado a relatos, que como lo menciona el título, les comparto una posible anécdota, simple fantasía o una mezcla entre ambos.

El bar era un hervidero de emociones, un rincón oscuro donde los acordes crudos del post-hardcore no encontraban eco en cada rincón. Las luces de focos incandescentes y viejas bañaban las caras de la multitud, y la energía era palpable, casi eléctrica. Estaba allí, con una caguama a medio terminar, cuando la noté.
Era imposible no notar cómo se movía. Su cuerpo seguía los estridentes riffs como si fuera una extensión de estos, cada movimiento un reflejo de la intensidad de los guitarrazos que retumbaban en el aire. Nuestros ojos se cruzaron por un instante, y ella sonrió, una sonrisa cargada de una promesa que no entendí de inmediato.
Me acerqué durante un interludio entre canciones. Le dije algo muy tonto, pero ella rió. Se llamaba Agatha, y en pocos minutos descubrí que compartíamos más que el amor por la música ruidosa y las noches caóticas: había algo en su energía, en su forma de hablar, que hacía que el resto del bar se desvaneciera.
Cuando la banda tocó su último acorde, Agatha se inclinó hacia mí y, sin previo aviso, tomó mi mano. “¿Vienes a mi casa?” me preguntó, con una mezcla de seguridad y desafío que no pude resistir. Asentí sin pensarlo, y minutos después estábamos esperando el Uber, que no tardó mucho. En el camino con la música aún resonando en nuestros oídos mientras nos dirigíamos a su lugar, veníamos rememorando aquella banda y su intensidad.
Su lugar era pequeño pero acogedor, decorado con posters de bandas y luces varias, entre cálidas y frías. Me invitó a sentarme en el sofá y desapareció por un momento en el dormitorio, mientras sonaba Deftones de fondo. Cuando regresó, llevaba puesta una bata que dejaba poco a la imaginación.
Se paró frente a mí, con una sonrisa juguetona, y comenzó a moverse al ritmo de una canción que apenas podía escuchar por encima del latido de mi propio corazón. Su striptease fue más que sensual: era una danza cargada de confianza, de deseo puro. Me quedé allí, sin palabras, viendo cómo cada prenda, de las pocas que traía, caía al suelo como si estuviera arrancando las barreras entre nosotros.
Finalmente, se acercó, inclinándose para susurrar en mi oído: “¿Vienes o no?” Su aliento era cálido, y sus palabras, una invitación que no necesitaba ser repetida.
Esa noche, en su cama, el mundo dejó de existir. Nuestro primer round fue frenético, como si la música del bar aún retumbara en nuestros cuerpos. Nos movimos al unísono, explorándonos sin restricciones, dejando que el calor del momento dictara el ritmo.
Después, ambos nos recostamos, exhaustos pero satisfechos, nuestras respiraciones aún agitadas. Agatha me miró con una sonrisa cómplice. “¿Creías que ya habíamos terminado?” me susurró mientras volvía a acercarse.
El segundo round fue diferente, más pausado, pero igual de intenso. Esta vez, nuestros cuerpos parecían uno solo, cada movimiento un reflejo del deseo que no se había apagado, sino que había tomado una nueva forma.
Finalmente, cuando el amanecer comenzaba a asomarse por las ventanas, nos quedamos abrazados, inmersos en un silencio cómodo. Esa noche, que comenzó con la intensidad de la música en un bar, terminó siendo una sinfonía en dos movimientos, ambos inolvidables.